Estuve tentada de sentarme en cualquier banco a pensar algo que se me escapaba y que ni siquiera sabía qué era.
Como si necesitara imaginar mi vida:no la que había vivido, sino la que me quedaba por vivir, y además imaginar la vida de todas esas oleadas de gente que, lo mismo que yo, obedecían a impulsos ciegos. Me sentía agotada por un esfuerzo que aun no había empezado a hacer. Y de pronto, en medio de aquel mare magnum, vi a una niña de tres o cuatro años que iba tranquilamente de la mano del que supuse que era su abuelo, comiendo una piruleta mayor que su cara, pringada hasta el pelo y rebosando felicidad. A lo mejor a todos los demás nos faltaban aquella piruleta.
La piruleta era el talismán para saber a donde íbamos y para que estamos ahí, en medio de ninguna parte.
Con la piruleta en la mano dejaríamos de ser olas que cruzaban aquel mar de cemento apresuradamente sin saber muy bien a donde nos dirigíamos. Los conductores dejarían de tocar irritantemente las bocinas sin ton ni son. Y los coches preguntarían educadamente por qué los hacían correr a esas velocidades siempre a la misma hora. Pensar en el talismán me dio animo para acercarme a esa verdad que estaba apunto de descubrir.
Y de pronto, volvieron a desaparecer los coches y la gente. Ahora caminaba de nuevo por un planeta solitario en el que yo era su única habitante, pero esta vez sin angustia, sin miedo a lo desconocido.
Las luces y el jaleo de la calle me arrojaron de nuevo a la realidad de los sentidos.
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